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Dècor

22 de febrero de 1939. Cheka. Una de las celdas alucinantes. Celdas psicotécnicas. Iglesia de Vallmajor. Barcelona. Diseño Alfonso Laurencic. Ministerio de Gobernación. Apéndice I al dictamen de la Comisión sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18 de julio de 1936. Editora Nacional. Barcelona. 1939. Fotografía Hermes.

 

11 de junio de 1975. Dècor. Reproducción de la Salle Blanche. Proyección del film La batalla de Waterloo. Una conquista, por Marcel Broodthaers [1]. Londres. Institute of Contemporany Art. Productor, Barry Barker. La Conquête d l’espace. Atlas à l’usage des artistas et des militaires. Edita Jos Jamar. Knokke. 1975. Fotografía Schutter.

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Esta es una de las celdas de la checa de la calle Vallmajor de Barcelona. El detenido no podía estar tumbado ni de pie, con dos pies juntos. La celda era inundada por una corriente de aire helado, glacial, mientras el preso estaba obligado a permanecer desnudo. Parte de las chekas de Barcelona y sus cámaras de tormento fueron diseñadas por un yugoslavo, Alfonso Laurencic, que, detenido posteriormente, confesó, ante el horror del mundo civilizado, los detalles más mínimos de los procedimientos utilizados.

 

Reconstrucción, lo más fiel posible (¿) de un conjunto de operaciones hechos fríamente por el artista en 1968, cuando acometía -era la época- contra la noción de museo y sus jerarquías. Lo esencial de esta idea que iba a servir de base a ciertas manifestaciones artísticas y a la organización de la habitación en 1972, se hará explícito por mediación de una confesión escrita por el propio artista. Esto puede considerarse necesario, puesto que en la actualidad los trucos utilizados ya no dan, nunca más, los mismos resultados.

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En los primeros tiempos las chekas del S.I.M. eran celdas rudimentarias, sucias, húmedas, frías, con escasa ventilación. El régimen de torturas era no menos rutinario. Consistía en duchas frías o muy calientes, en flagelaciones con látigo de caucho, en simulacros de fusilamiento o en introducir astillas de madera entre uña y carne a los detenidos. Los consejeros soviéticos innovaron científicamente estos procedimientos. Las celdas de nueva construcción eran muy reducidas, pintadas por dentro con colores muy fuertes, y estaban pavimentadas con ladrillos desnudos puestos de canto. Los detenidos permanecían de pie en estas celdas, que estaban permanentemente iluminadas con potente luz roja o verde… Los interrogatorios tenían lugar en salas artísticamente decoradas, y las preguntas eran pausadas o atropelladas, hechas con autoridad o con sarcástica ironía. Tan estudiados contrastes producían un desplomo moral y físico en la víctima.

 

A menudo -y la intención del artista de producir un exceso de sentido sin duda contribuye a ello- se reducido el lenguaje de Marcel Broothaers a un rudimentaria operación de lenguaje. La celda de Dècor viene a sustituir la densidad que contiene su formulación original: una película de guerra sobre el fin del imperio colonial británico. No vamos a ocultar que es de gran importancia este simulacro pero quizás no ha sido convenientemente leído. No fue gratuito el hecho de que, en 1969, hiciera una exposición literaria sobre Mallarmé [2] en el Wide White Space de Amberes; ni que aquel mismo año, sustituyendo el texto por franjas negras, reinterpretase la edición de Un coup de dés jamais n’abolira le hasard, del mismo poeta. Estos trabajos investigaban nuevas formas de disposición de las palabras en el espacio y su utilización como obra de arte, según un procedimiento poético. Pero también indican, como en Mallarmé, que la simple disposición de unas palabras no es meramente un capricho tipográfico. Hay más dolor y angustia en los espacios vacíos de Mallarme que en ningún otro poema del siglo XX.

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Un historiador del arte español reveló que el primer uso que se le dio al arte moderno fue una forma deliberada de tortura. Kandinsky [3] y Klee [4], así como Buñuel [5] y Dalí [6], funcionaron como inspiración para una serie de celdas secretas y centros de tortura construidos en Barcelona en 1938 por el anarquista francés Alphonse Laurencic (¡un nombre de familia eslovena!), quien inventó una forma de tortura “psicotécnica”: creó sus así llamadas “celdas coloreadas” como una contribución a la lucha contra las fuerzas de Franco. Las celdas estaban inspiradas tanto por las ideas de abstracción geométrica y el surrealismo, como por las teorías del arte de vanguardia sobre las propiedades psicológicas de los colores. Se ubicaron camas en un ángulo de 20 grados, haciendo que fuera casi imposible dormir en ellas, y los pisos de dos metros por un metro estaban llenos de ladrillos y otros bloques geométricos para evitar que los prisioneros caminaran de un lado al otro. La única opción –sigue comentando Zizek- que les quedaba era apoyarse en las paredes, que eran curvas y estaban cubiertas de perturbadores modelos de cubos, cuadrados, líneas rectas y espirales que se valían de trucos de color, de perspectiva y escala para causar confusión mental y desesperación. Los efectos lumínicos daban la impresión de que los enrarecidos modelos de la pared se movían. Laurencic prefería usar el color verde, pues, según su teoría de los efectos psicológicos de los colores, producía en los prisioneros melancolía y tristeza.

 

Los historiadores e historiadoras de arte han propuesto numerosas maneras de distinguir entre la obra de la llamada primera “generación” de artistas de crítica institucional y la segunda generación, posmoderna: la segunda cuestiona la autoridad de su propia voz en lugar de simplemente cuestionar la voz autoritaria de museos, corporaciones y gobiernos. En particular localiza el poder institucional en “un conjunto sistematizado de procedimientos de presentación, mientras que Broodthaers situaba el poder centralizado en un edificio o una élite”. Así, exploran no sólo la producción contextualizada del significado, sino también, de forma deconstructiva, el hecho de que el contexto no tiene contornos fijos. Otra diferencia estriba en que las feministas posmodernistas de la segunda generación de la crítica institucional estaban influenciadas por el psicoanálisis y reconocían, en diversos grados, la importancia política de articular relaciones entre los ámbitos psíquico y social. Siguiendo los pasos de Woolf [7], se aproximaban a las instituciones de mostración estética entendiéndolas no sólo como productoras de ideología burguesa, sino también como espacios donde se solidifican peligrosas fantasías masculinistas. Porque, mientras que Marcel Broodthaers habían prestado atención a la presencia del poder económico y político en el espacio aparentemente puro y neutral del museo, tanto como al modo en que el museo da cuerpo a la ideología dominante mediante el ejercicio de un poder discursivo; y mientras que una obra como Décor: A Conquest (1975) de Broodthaers relacionaban, de diferente manera, los museos con la guerra, la segunda ola de crítica institucional amplió al mismo tiempo que cuestionó está crítica.

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A continuación, explica el encartado la distribución dada a la prisión  de Vallmajor, donde en.celdas de 3 por 3 metros permanecían 10, 12 o 15 presos, durante tres meses, por lo menos. Dice que cuando se empezó a hablar de celdas psicotécnicas, fue aceptada la construcción de cuatro, reservándose la construcción de más hasta ver si daban resultado. La altura del techo de estás celdas era de dos metros, 2’50 metros de largo y 1’50 de ancho. Están situadas hacia el Sur, y reciben la luz del sol continuamente, y Urdueña se procuró el alquitrán, alquitranándolas por dentro y por fuera para que los rayos del sol, dando de lleno en la negro, sobrecalentasen el aire de las celdas. Urdueña, que ordenó esto en junio de 1938, no pensaba prestarles un señaladísimo favor a los presos que hubiese en invierno, dotándoles de esta calefacción. La forma rectangular  de 1’50 m. por 2’50 m. se halla quebrada en un rincón por una curva que forma la pared, cuya finalidad psicotécnica debía de ser la de romper la monotonía acostumbrada de otras celdas. El interior de cada una de las cuatro celdas se hallaba repartido así: una, superficie, que debía servir de camastro, hecho de obra, de 1’50 de largo por 0’60 de ancho, adosada a la pared, con una inclinación lateral de un 20 por 100. La finalidad a conseguir por estas dimensiones era: obligar al preso a encoger las piernas, visto que con metro y medio la cama era demasiado corta; con 60 centímetros de ancho le salía el coxis o las rodillas, de un lado, mientras que en el lado opuesto, o sea la pared, el solo tocar en ella debía iniciar el movimiento de resbalo facilitado por la pendiente de 20 por 100 de la superficie del lecho. Si bien se podía uno aguantar cierto tiempo en esta posición, mientras conservaba la más absoluta inamovilidad, es comprensible que un durmiente, al menor movimiento involuntario, debía resbalar, teniendo así que permanecer en una semi somnolencia interrumpida por el continuo despertar. Esta intención no llegó a realizarse, como la práctica lo demostró más tarde, pues todos los presos prefirieron sentarse únicamente sobre el camastro, y de esta forma, alargándose bien y apoyando la espalda en la pared se podía permanecen hasta con una relativa comodidad. Este defecto técnico no fue previsto al ser construidos los camastros demasiado bajos, aproximadamente a 0’35 ó 0’40 metros del suelo. No le quedaba al recluso más que estarse de pie o abandonarse a su distracción preferida: ir y venir, caminando por misma diagonal, a través de la celda. Este movimiento -que llega por su monotonía a adquirir para todos los presos una especie de dopo o de momentáneo letargo del pensamiento, y que servía para abreviar las horas del recluso- debía  ser cortado de raíz por la colocación de obstáculos en el suelo que impidiesen esa distracción. Con la colocación de ladrillos puestos de canto, en todo el suelo, el recluso no podía hacer sino contemplar las cuatro paredes, y entonces debían intervenir los efectos psicotécnicas. “Se me dio por parte de Garrigó el encargo de repartir por las celdas diferentes figuras de ilusión óptica, como dados, cubos, espirales, puntos o círculos, de diferente colores, así como trazar en la pared líneas horizontales y otros dibujos.” En la famosa reunión en la que se habla discutido el proyecto, fui preguntado por Garcés, el cual se dirigió a mí como entendido en colores y efectos de luz, preguntándome qué efectos producían los colores siguientes: Rojo.—Contestación mía: animaba, enardecía, calentaba los sentidos visíonales, y, por consiguiente, el temperamento; Azul.—-Contesté que era una luz fría, calmante, recomendable para nerviosos y de temperamento histérico; Amarillo.—Que no producía efectos notables; que era el que mí más sé parecía a la luz solar; que realzaba y embellecía los colores, y se empleaba mucho en decoraciones.; Verde.—Contesté que era triste, lúgubre, «como un día de lluvia, que predisponía a la melancolía y a la tristeza. Por lo que, recordando estos detalles, que son míos, Garrigó propuso la colocación de vidrios verdes, llamados de “Catedral”, en la ventana, para obtener así de día el efecto antes descrito. La luz nocturna, que debía estar continuamente encendida -sistema ordinario de todas las “chekas”-debía, obtenerse por medio de una potente lámpara que por su claridad, colocada precisamente sobre el camastro, debía impedir un dormir efectivo. De todos estos efectos el que considero, personalmente -en mi condición de ex recluso “pasado por todos los tubos”-, como el refinamiento de la crueldad más perversa, y que, curiosamente, no fue propuesto por Garrigó, sino por Urdueña, consistía en colocar, en un orificio hecho en la pared que da al pasillo exterior, visible para el preso y manejable desde el exterior por el guardia de servicio, un reloj que marcase las horas, como un reloj ordinario. El truco, desconocido para la casi totalidad de la gente, e invisible, además, consistía en que se había acortado el muelle regulador de este reloj, el cual, por consiguiente, adelantaba a razón de cuatro horas por 24 horas. “La finalidad que para el simple mortal pudiera ser grotesca, pues parece que uno se tendría que dar cuenta de que, cuando es de noche y el reloj marca las 10 de la mañana, no pueden ser las 10 de la mañana, tenía una finalidad más perversa, que quizá sólo podrá comprender, quien haya estado recluido más o menos tiempo. El reloj personal de cada individuo es su estómago. El menor retraso en el reparto del rancho -con lo escasa que era servida la comida-, los mismos minutos en hacer cola o esperar turno eran para los reclusos un tormento. Y cuál no sería el tormento del preso que ve marcadas las doce en el reloj,  hora del rancho, y que, a lo mejor, sólo son las diez, y le quedan hora y media o dos horas todavía. Su vista y su estómago le tiranizan al extremo de que creo poder afirmar que de todos los efectos psicotécnicas es quizá el más cruel y el de más tortura.”

 

En junio de 1815, los ejércitos británico y francés se enfrentaron en Waterloo. Durante los días anteriores, el duque de Wellington y sus oficiales, acompañados por sus esposas y sus amantes, comieron, bailaron y prepararon la campaña. El teatro de las operaciones podía observarse desde una distancia protectora. Conocí a Marcel Broodthaers en Inglaterra. Eran los inicios de los años setenta y él acababa de instalarse en Londres con su mujer y su hija. La exposición “Décor” (“Decorado”), organizada en 1975 en el Institute of Contemporary Arts de Londres (ICA) fue el resultado de sus investigaciones. Yo creo que le gustaba Inglaterra pero que al principio le costó trabajo conocer el país. Daba la impresión de que estaba perfectamente al corriente de la vida cultural y política del resto de Europa y de que vivir en Inglaterra le descargaba de un peso y le permitía explorar una nueva esfera de ideas y de reflexiones. Empezarnos el trabajo relativo a “Décor” cuando Broodthaers volvió de Berlín, lugar a donde había ido como invitado de un programa del D.A.A.D. Estaba cansado a causa del trabajo que había hecho hacia poco para varias exposiciones. Me hizo partícipe de un proyecto de exposición que aun no sabía si acabaría llevando a cabo; pero tenía la intención de seguir adelante si yo estaba dispuesto a compartir los riesgos. Los meses siguientes fueron la época más interesante, regocijante, divertida y estimulante que jamás he conocido. Contenían ese elemento de riesgo que le cae en suerte al ayudante de un mago. La exposición partía de dos salas, comunicadas entre sí, situadas en la parte más alta del ICA y que daban, una sobre el Mall, y la otra sobre el Carlton House Terrace. El edificio, e incluso el barrio, acogían en junio, todos los años, el ceremonial de salutación con colores que se usa para celebrar oficialmente el cumpleaños de la reina. El Instituto se hallaba en pleno recorrido del desfile, y se podía seguir desde el balcón la manifestación, Trooping the Color. Estaba previsto que la exposición coincidiera con este periodo. Las dos salas, junto con el desfile, proporcionaban el marco de lo que se convertiría en el lugar de rodaje de una película. Broodthaers me pidió que le proporcionara un determinado número de objetos, entre los cuales se encontraba –y era el más importante- un cañon del siglo XIX. Yo no estaba acostumbrado a esa clase de peticiones y, de la manera más ingenua, me dirigí a los anticuarios o visité los museos del ejército. Nadie quería prestar un objeto de tal valor a una galería, considerada de vanguardia, y con un motivo que, en ese caso, se calificó de incomprensible. Después de intentar durante mucho tiempo, aunque sin éxito, satisfacer los deseos del artista, volvía yo de visitar por última vez un museo del ejército con un rompecabezas hecho a base de un cuadro que representaba la batalla de Waterloo: era un regalo para Marie-Puck, la hija de Broodthaers. Después de tantas y tan estériles expediciones sentía la necesidad de no volver con las manos vacías. Broodthaers creyó, en un principio que era un regalo para él. Entonces comprendí que el rompecabezas era la clave y que con el yo le había ayudado a completar los accesorios que componían “Dècor”. Una nueva perspectiva se abrió también cuando hice el descubrimiento de una empresa londinense que proporcionaba accesorios a la industria del cine. La empresa poseía dos cañones de gran formato, del siglo XIX, uno inglés y el otro francés, que se habían utilizado en algunos largometrajes. Organicé para Broodthaers una visita a ese almacén, cuyo descubrimiento tuvo una considerable influencia en la evolución del proyecto, ya que le permitió confirmar y hacer avanzar sus ideas sobre la exposición. Esta consistiría en un decorado, en el lugar en que se rueda una película, y en una exposición de sus obras. Además, la posibilidad de trabajar con una empresa especializada en accesorios cinematográficos concedía mucha más realidad al proyecto. Broodthaers había concebido la exposición como un decorado compuesto por los accesorios que normalmente se suelen alquilar para rodar una película. El hecho de que los objetos procedieran del mismo lugar que los de una película comercial le llenaba de satisfacción. Fue ahí donde encontramos los dos cañones. Eran tal como Broodthaers los había imaginado. Nos dijeron que habían sido usados en la batalla de Waterloo. La industria cinematográfica es, sin duda alguna, una gran proveedora de sueños. Broodthaers exploró el lugar, rebuscando y descubriendo pistolas y fusiles modernos a los que pasé revista detenidamente con ojos de cineasta. Después me dio la lista de los demás objetos que necesitaba, una lista que llegaba desde una serpiente disecada hasta césped artificial. El ritmo de la búsqueda se aceleré; recorrimos Londres para conseguir material de jardinería, como palmeras, y yo tuve que comprar fotos de antiguas películas americanas, de las cuales tan solo una se utilizó. Cuando llegó el momento de montar la exposición, se hicieron llegar los objetos a la “Gallery”. Broodthaers, que sólo se quedo parte de ellos, los instaló en las dos salas: una de las salas llevaba la inscripción “Siglo XIX” y la otra “Siglo XX”. El decorado para la película La Batalla de Waterloo estaba listo. Es posible que los objetos, una vez devueltos a la empresa que nos los alquiló, hayan aparecido más adelante en alguna otra película.

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Con el señor pálido y la señora de pelo blanco, que conocen perfectamente el convento, vamos a las celdas de las pinturas; son cuatro, con pequeñas claraboyas verdes. Dentro, todo un sistema científico de colores, de rayas, de volúmenes para enloquecer a los ojos; se desmontaba así el sistema nervioso como las piezas de un reloj. Círculos rojos, negros, blancos, de diferentes tamaños; eclipses verdes y rayas en diagonal cortando una serie de paralelas color naranja; toda la pared es un verdoso cambiante. Y un foco de viva luz iluminando un tablero de ajedrez pintado en la pared del fondo. En la puerta, un montón de cubos color ceniza con grandes sombras y marcantes espirales amarillos. Era todo un sistema para producir el delirio. Esos colores (que en una visita corta y curiosa parecen simples decorados cubistas) actúan con las horas, hasta encender la llama amarilla de la locura. ¿Qué ser diabólico, qué mestizo de mongol y ruso, qué anormal perverso, con el oscuro subconsciente abierto a flor de aire, imaginó paciente esos dibujos, combinó esos colores, calculando las angustias de la retina, el marco de la luz, la pérdida de equilibrio de las líneas quebradas? Toda la inmunda decadencia oriental, que, atizada por Moscú, conspiró contra el arte de Occidente: los libros sobre el opio, los films surrealistas de Buñuel, el verso dadaísta, los lienzos de Dahli, se han hecho, al fin, tortura de “chekas”. El prisionero está dentro de un cuadro de Picasso, martirizado por luces, líneas y colores anormales. Para aumentar su aturdimiento, el negro suelo asfaltado se eriza de gruesos ladrillos puestos de canto y blanqueados de cal, que obligan al cautivo a posar sus pies de manera disparatada, en forma de T, con las puntas hacia adentro, uno detrás de otro. No se puede estar de pie, pero tampoco es posible sentarse y dormir. En la pared hay una especie de taburete, pero con el asiento inclinado, y una caja maciza en forma de ataúd, que finge el reposo, pero también inclinada y por la que resbala el cuerpo hacia el suelo. No es posible resistir; necesitamos salir a la inocencia de la huerta y contemplar la normalidad tranquila de un árbol para olvidarnos de esta pesadilla.

 

Esta advertencia debía haber figurado en la entrada de la exposición retrospectiva de Marcel Broodthaers que tuvo lugar en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 1992. Pero no estaba, ni siquiera en el catálogo. De alguna manera se nos ha intentado escamotear el verdadero espíritu revolucionario del lenguaje en la obra de Broodthaers, pero de eso hablaremos luego. Existe un dilema sin resolver a la hora de presentar la producción artística de Marcel Broodthaers cómo exponer su obra, cuando ésta ha sido objeto de diversas interpretaciones en los dispositivos creados por el propio artista. Este dilema, a su vez, arrastra un problema de lectura de la obra. Se intentará a lo largo de este escrito examinar en qué consiste esta dificultad de lectura y comentar las consecuencias que se derivan. Podemos contemplar 2 etapas durante el periodo artístico de Broodthaers: de 1964 a 1968 produce obras-objetos con carácter autónomo; a partir de 1968 hasta 1976, pone en escena sus propias exposiciones. En el breve periodo durante el cual ejerce su actividad artística (unos 12 años aproximadamente) Broodthaers produce centenares de obras bajo múltiples formas: objetos, dibujos, textos, montajes fotográficos, instalaciones, acciones, libros, ediciones y películas. A partir de 1968 estos elementos, articulados en dispositivos más amplios, experimentan múltiples revisiones, cambiando así de contexto y de definición. Esta puesta en escena puede considerarse como la obra en sí o, mejor dicho, como la manifestación artística del Broodthaers del segundo periodo. La exposición, producida en la vecina Francia, viene a escamotearnos el delirio y el sin sentido con que opera la obra de Broothaers. Nos falsifica a Broodthers y con él a gran parte de la experiencia del arte moderno. Pero Broodthaers es sencillo. Su obra no es más que la disposición que él le da a sus propias obras.  En otras palabras, la exposición es la obra, veáse por ejemplo su Museo de Arte Moderno Departamento de las Aguilas (1968-1972) o sus Décors (Decorados) (1974-1975). Aquí ni tan siquiera dejan sentarse en una de la sillas de Un jardin d’Hiver (1974), siendo amonestados por ello por los vigilantes del museo.

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En este nivel, el vínculo no es tan inesperado como se supondría: ¿no es un lugar común muy habitual que contemplar el arte abstracto (así como escuchar música atonal) es una tortura? (Se puede imaginar fácilmente, en la misma línea, una prisión en la cual los detenidos están expuestos todo el tiempo a la música atonal.) Por otra parte, el lugar común “más profundo” es que ya en su música Schoenberg [8] daba cuenta de los horrores del Holocausto y los bombardeos masivos antes de que efectivamente ocurrieran… En una mirada más cercana, queda claro que la real relación entre estas historias es la de un paralaje: su simetría no es pura, dado que en la anécdota de Laurencic trata claramente de política (el terror y la tortura políticas): se usa al arte modernista como una contrapartida cómica.

 

Broodthaers recalcó el hecho de que el arte, en la medida en la que ha sido históricamente sobredeterminado por elementos extraños a sus preocupaciones originarias (por ejemplo el hecho de que se haya convertido en objeto de especulación comercial, o que dependa por completo de una bendición museológica y se haya convertido así en objeto de administración cultural al servicio de una representación de la ideología dominante), sólo podía recuperar y mantener su papel y función de revelador de las condiciones históricas objetivas, si era capaz de reconocer plenamente el grado de su estado de alienación y su función cultural al servicio de un fortalecimiento de esa alienación, haciendo de su estado de cosificación el sujeto mismo de su discurso. Un discurso que, enfrentado al dolor y sufrimiento que le causa este desplazamiento, tiene que ser el del extrañamiento y que no puede producirnos otra cosa que risa -pues está fabricado con humor.

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Eran muchas las Chekas y un mismo terror, una idéntica crueldad fría y estudiada por psiquiatras. En la Cheka de Vallmajor, de Barcelona, ocurrían: …En lo que fue iglesia levantaron también celdas, no sabemos si se encargaría de esto la Comisaría de Cultos que tanto gustaba a Mauriac y compañía, el caso es que la iglesia estaba llena de alvéolos, de estrechísimas celdas. Estos presos no veían el cielo, ni el perfil lejano de los montes, a estos sólo les llegaba una luz tamizada por las vidrieras de la iglesia. …Su rostro venía a dar de frente a una rejilla tras de la que había un potente foco de luz con reflector. Una luz que deslumbraba y abrasaba los ojos colocados a cuatro centímetros de ella. No era posible hacer nada, todo escape estaba previsto, había que quedarse frente a la luz sintiendo llegar la ceguera y quemarse las cejas y pestañas.

 

El contenido del contexto pareció por largo tiempo fijado e invisible, como la iglesia, el museo, la galería, o más recientemente el edificio del banco, parecían la arena natural o dada para ver el arte. Dadá [9] trajo a primer plano el contexto como contenido, investigando agresivamente los contextos (el Café Voltaire, el urinario público), cuyos contenidos eran críticas implícitas a espacios como el Museo y a la metafísica platónica en lo que se refiere a sus esfuerzos hacia lo intemporal. Más recientemente artistas como Marcel Broodthaers han empleado el contexto como un significante primario en sus obras. Se trata de una refutación en toda regla del espacio legitimador, contenedor de luz universal, donde el contenido emana evanescente. La luz quema y el Museo de Broodthaers juega con ese fuego, consiguiendo que sea fuego y no queme, relegándolo a la función de decorado.

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No existe, por lo tanto, relación ni espacio compartido entre ambos niveles: a pesar de estar estrechamente conectados, incluso siendo en cierto modo idénticos, son como lados opuestos de una cinta de Moebius. El encuentro entre la política leninista y el arte modernista (ejemplificados en estas Chekas, recordemos que fue Lenin quién fundó la policía que conocemos como Cheka,  “construidas” como arte moderno o en la fantasía de Lenin de reunirse con los dadaístas en un café de Zurich) es algo que estructuralmente no puede ocurrir. Más radicalmente, la política revolucionaria y el arte revolucionario se mueven en temporalidades diferentes: a pesar de estar vinculados, son dos caras del mismo fenómeno que, precisamente por ser dos caras, no pueden reunirse nunca. Es más que un accidente histórico el hecho de que, en términos de arte, los leninistas admiraran el gran arte clásico mientras que muchos modernistas fueron políticamente conservadores, incluso protofascistas. Ya no se trata de la lección del vínculo entre la Revolución Francesa y el idealismo alemán: a pesar de ser dos caras del mismo momento histórico, no pueden reunirse directamente, es decir que el idealismo alemán sólo podía aparecer en las condiciones “retrógradas” alemanas en las que no ocurrió ninguna revolución. Tal vez la definición más sucinta de utopía revolucionaria es: un orden social en el que esta dualidad, esta brecha de paralaje, ya no sigue siendo operativa; un espacio en el cual, efectivamente, Lenin podría reunirse y debatir con los dadaístas.

 

La operación es consciente de la imposibilidad de conectar plenamente Museo y su entorno social. Se trata de abrir, con el lenguaje como abrelatas, la institución museística para dejar que fluya, que pase por allí la calle. Sin intentar aprehenderla, sin intentar museificarla.  Marcel Broodthaers centra en el ámbito del museo su estudio sobre las definiciones del arte y sus sistemas de circulación, partiendo del rechazo del marco tradicional de la institución. En su obra juega con la estabilidad de las categorías artísticas, y subvierte las relaciones tradicionales entre el objeto artístico y los sistemas de presentación y recepción. Interroga al museo a partir de las relaciones de la obra y el entorno social; es decir, interroga a la función misma de la obra y del público. Utiliza mecanismos de descontextualización y de acumulación que le permiten abordar diferentes niveles de ficción de la obra y de la exposición: el décor [decorado] es una ilusión, la artificialidad del hecho artístico llevada a las últimas consecuencias, en contraposición con la idea de verdad del objeto artístico tradicional. Broodthaers presentó en 1975 la exposición L’Angelus de Daumier en el Centre National d’Art Contemporain de París, cada una de cuyas salas tenía el nombre de un color. La Salle blanche era una reconstrucción, con la máxima fidelidad posible (?) -el signo de interrogación lo pone el propio Broodthaers-, de un conjunto realizado en 1968 en Bruselas, resultado de una acción de protesta política que marcaba el mundo artístico belga del momento y que culminó con la ocupación del Palais des Beaux Arts por parte de artistas y estudiantes.