TESAURO

CRONOLOGÍA

ARCHIVO F.X.

MÁQUINA P.H.

LA INTERNACIONAL

PEDRO G. ROMERO

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Hugo Ball

21 de julio de 1936. San Isidoro. Talla de madera del siglo XVII, bañada en plata y procesionante durante la Semana Santa. Máscara de Obispo. Obra completamente mutilada, a la que se le han arrancado los ojos. La imagen se colgó, se la fusiló y después se incendió. Iglesia de (¿del Arcángel?) San Miguel el Grande. Morón de la Frontera. Provincia de Sevilla.

 

29 de febrero de 1916. Hugo Ball. Aparece con la imagen de su rostro como una máscara. Avanzamos como procesionantes. Danza salvaje de sombras y larvas. Las máscaras mutiladas. ¡Disparos! ¡Arden las marionetas!. Teatro, club y galería de arte fundado por Emmy Hennings y Hugo Ball para el encuentro de artistas. Cabaret Voltaire. Spiegelgasse. Zúrich. Suiza.

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Expedición.

Don. M.A.//Marca de plata MM.AA.//1806-1813//Mide 0,32//Rev de Morón y Bet.//75% onza.// Ext. Año VII-1920, 101. UHP//OBISP. Medía 2,37//Rev. ESP. IX, núm. 419//Tumba de Plata//E.I.A.//Policía núm.112467. //Atest. 30-7-1936.// CNT-FAI.//Requis. Ord. 3004//Matricul. SE-003021.

 

Caravana.

Jolifanto bambla ô falli bambla//Grossiga m’pfa habla horem//Égiga goramen//Higo bloiko russula huju//Hollaka hollala//Anlogo bung//Blago bung//Blago bung//Bosso fataka//Ü üü ü//Schampa wulla wussa ólobo//Hej tatta gôrem//Eschige zunbada//Wulubu ssubudu uluw ssubudu//Tumba ba- umf//Kusagauma//Ba–umf.

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La inscripción que se ha descubierto en San Miguel no corresponde a una leyenda barroca, las propias con que se solemnizaba algún nombre o hecho religioso o histórico, si no que son restos de una pintada política, incompleta, que fue tapada en días subsiguientes a la guerra civil.

 

“Si lo miramos más detenidamente, fue el poeta Góngora el primero en destruir la bella frase y en proponerse devolverle la libertad a las palabras”, no es una frase mía, lo refiere Raoul Hausmann en referencia la invención de la poesía fonética por Hugo Ball y él mismo.

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Durante la Guerra Civil española, el bando republicano destruyó la parroquia de San Miguel, la famosa custodia de plata (tercera en valor artístico de España), así como el altar del Santísimo, todo del mismo metal. Esta liquidación de riquezas es la única aportación de la República al patrimonio de los moronenses.

 

Sabe que el mundo de los sistemas está en ruinas, y que la época que apremia al pago en metálico ha inaugurado las rebajas por liquidación de las filosofías sin Dios. Ahí donde para el tendero comienzan el sobresalto y la mala conciencia, empiezan para el dadaísta una risa clara y un dulce sosiego.

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Entonces mandó a las gentes a que se desalojara la Iglesia para convertirla en Casa del Pueblo y en asilo de cuantos en ellas quisieran instalarse. Y los más ligeros se encaramaron en los altares, hachas y espiochas en manos, destrozando las antiguas y preciosas imágenes, ante las que oraron fervorosos y suplicantes, sus antepasados haciendo saltar sus adornos y cornisas y añicos las aras, sobre las que se hacía el sacrificio en la celebración de la sagrada misa. A ella corrió, para instalarse con sus sucios y harapientos jergones, el más soez probeterío, convirtiendo los confesionarios en W.C. y realizando las más inauditas e incalculables profanaciones. San Miguel era una caja de resonancias que ocultaba oraciones de siglos bajo los golpes fuertes y sordos y profundos ruidos que producían los hachazos contra los altares y las imágenes, y contra el suelo, las columnas y molduras de los retablos al caer. Y subieron a tantos extremos las crueldades que no vieron los siglos otras parecidas. Se abrió los senos a las mujeres encinta; se sacaron ojos a los niños, se cortaron orejas y narices a los mayores, y se distribuyeron por vales entre los forajidos las mozas garridas y hasta niñas impúberes. Y para colmo de la medida en la perversidad y las profanaciones –la pluma se resiste a contarlo- se supo que una desarrapada y beoda mujer de las milicias rojas, sacó del Sagrario de la Iglesia una inmaculada Hostia que allí se había quedado, dándosela a comer a un triste pollino. ¡Oh, execrable acción, impropia de hombres!, ¡Oh, la más aborrecible y condenable muestra del bárbaro instinto, que asombrará al mundo!, ¡Y, al fin y al cabo, para que el miedo les hiciera prender la iglesia y el fuego sacralizara tanta profanación!

 

He inventado una nueva clase de poesía, una “poesía sin palabras” o poesía fonética, en la que el equilibrio de las vocales se pondera y reparte sólo según el valor de la secuencia inicial. Esta noche he leído los primeros versos de este tipo. Para ello me había construido un traje especial. Mis piernas estaban en una columna de cartón azul brillante que me ceñía por la cadera, de manera que hasta allí tenía el aspecto de un obelisco. Por encima llevaba una esclavina gigantesca recortada en cartón, por dentro forrada de púrpura y por fuera de oro, y sujeta al cuello de tal modo que subiendo y bajando los codos podía moverla como si fueran alas. A esto se unía un sombrero de chamán en forma de chistera alta de rayas azules y blancas. Había instalado atriles en los tres lados de la tarima frente al público y coloqué en ellos mi texto escrito con lápiz rojo, oficiando tan pronto en uno como en otro atril. Tzara sabía de mis preparativos, así que hubo un pequeño estreno auténtico. Todos tenían curiosidad. Como no podía caminar vestido de columna, me hice llevar a la tarima en la oscuridad y comencé lento y solemne: gadji beri bimba… glandridi lauli lonni cadori…gadjama bim beri glassala… glandridi glassala tuffm i zimbrabim… blassa galassasa tuffm i zimbrabim…

Los acentos se hicieron más pesados, el énfasis aumentó a medida que se agudizaban las consonantes. Muy pronto me di cuenta de que mis medios de expresión, si quería seguir siendo serio (y lo quería a toda costa), no iban a estar a la altura de la pompa de mi escenificación.

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Fueron acudiendo a la plaza en la hora señalada para la ceremonia, las tropas en formación, las autoridades y los pocos vecinos que quedaron libres y realengos en el lugar, ocupando los sitios respectivos. Flameaban al aire banderas nacionales y hendían los vientos los cohetes, alegrando las almas patrióticas y regocijando los sentidos. Y el señor Arcipreste, que ya se podía mover, luego de revestirse con los ornamentos sagrados, comenzó la ceremonia con la de rendir un público y solemne desagravio a San Isidoro bendito, por los ultrajes y ofensas de que lo habían hecho objeto aquellas hordas rojas, insaciables de sacrilegios y profanaciones. Luego comenzó a celebrar la santa misa, ayudada por el sacristán y por los antiguos acólitos y acompañada por la Banda de Música. Todos los presentes demostraban su devoción, sintiéndose emocionados y conmovidos. Principalmente en el momento de alzar la sagrada Hostia el celebrante.

 

Entre el público vi a Brupbacher, Jelmoli, Laban, la señora Wigman. Tuve miedo de hacer el ridículo y me sobrepuse. Había terminado de leer en el atril de la derecha la Canción de Labada a las nubes y en el de la izquierda, la Caravana de elefantes, y me volví de nuevo al del centro, batiendo laborioso las alas. Las difíciles series de vocales y el ritmo pesado de los elefantes me habían permitido una última subida, pero ¿cómo iba a llegar al final? Entonces me di cuenta de que mi voz, a la que no le quedaba otra salida, adoptaba la vieja cadencia del lamento sacerdotal, aquel estilo de la misa cantada que gime en las iglesias católicas de oriente y occidente. No sé qué fue lo que me inspiró esta música, pero empecé a cantar mis series de vocales de forma recitativa en estilo eclesiástico e intenté no sólo parecer serio, sino obligarme a mí mismo a estarlo. Por un momento me pareció como si en mi máscara cubista apareciera un rostro de niño pálido y aturdido, esa cara mitad asustada y mitad curiosa de un chico de diez años que en las misas de difuntos y en los oficios solemnes de su parroquia pende, tembloroso y anhelante, de la boca del sacerdote. Entonces se apagó, como yo había indicado, la luz eléctrica, y me bajaron de la tarima al escotillón cubierto de sudor como un obispo mágico.

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La inscripción en San Isidoro procede de sus famosas Etimologías. La doble S.S. y la doble I.I. anticipan la imagen de Sapiencia e Intelecto. Aún con la inspiración divina las etimologías, amén de hacer notar la dependencia entre sí de las palabras, tienen algo de fantástico.

 

Cuando me encontré con la palabra “Dadá”, fui llamado dos veces por Dionisio Aeropagita. D.A.–D.A. Sobre este nacimiento místico escribió Huelsenbeck, también yo mismo, en notas anteriores. Entonces me dedicaba a la alquimia de las letras y las palabras.

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San Isidoro de Sevilla (Cartagena, 560-Sevilla, 636), una de las figuras más importantes de las letras universales, depositario del saber de la antigüedad en la Edad Media, es el protagonista de uno de los seminarios de los Cursos de Otoño de la Universidad de Sevilla, que se celebrarán del 1 al 30 de septiembre. Organizados desde hace más de 30 años por las Facultades de Filología y de Geografía e Historia (antigua Facultad de Filosofía y Letras), estos cursos, dirigidos tanto a estudiantes españoles como extranjeros, pretenden ampliar la oferta cultural de la ciudad a través de una serie de conferencias y actividades complementarias. “No son cursos específicos para estudiantes de Filología o Historia. Sin perder el rigor científico y el contenido académico, están abiertos a cualquier estudiante, licenciado o investigador interesado en estos temas”, aclaró Manuel García, director de los seminarios de Historia. Junto al curso San Isidoro de Sevilla. El primer europeo, se celebrarán otros tres, dos de literatura y uno de historia: La guerra civil española, 60 años después. Balance y perspectivas; La poesía hispánica a fines de milenio y Bibliotecas y libros: del papiro al CD-ROM. El seminario de la guerra civil, coordinado por el profesor Leandro Álvarez Rey, estudiará, 60 años después de la contienda, los antecedentes, las causas, las consecuencias y el desarrollo del conflicto desde un triple enfoque: España, Andalucía y Sevilla.

 

Hugo Ball, una figura clave en la fundación del dadaísmo, fue además el primer desertor del movimiento, y sus anotaciones sobre el período que va del año 1914 a 1921 son un documento extremadamente valioso. El original de La huida del tiempo se publicó en Alemania en 1927, poco antes de la muerte de Ball, a la edad de cuarenta y un años, a consecuencia de un cáncer de estómago, y está compuesto de pasajes que el autor extrajo de sus diarios y editó con una visión retrospectiva clara y polémica. Hugo Ball fue un hombre de su tiempo y su vida parece encarnar las pasiones y contradicciones de la sociedad europea del primer cuarto de siglo de una forma extraordinaria. Estudioso de la obra de Nietzsche; director de escena y dramaturgo expresionista; periodista de izquierdas; poeta; novelista; autor de obras sobre Bakunin, la intelectualidad alemana, el cristianismo temprano y los escritos de Hermann Hesse; converso al catolicismo, parecía que, en un momento u otro, había tocado prácticamente todas las preocupaciones políticas y artísticas de la época. En el prólogo de La huida del tiempo, Ball ofrece al lector una autopsia cultural que marca la pauta de todo lo que sigue: “Éste es el aspecto que presentaban el mundo y la sociedad en 1913: la vida está totalmente encadenada a un entramado que la mantiene cautiva. La pregunta última que se repite día y noche es ésta: ¿existe en alguna parte un poder fuerte y, sobre todo, con el vigor suficiente para acabar con esta situación?”. En otra parte, en su conferencia de 1917 –con la sombra de la Primera Guerra Mundial ilustrando sus palabras- sobre Kandinsky, expone estas ideas incluso con mayor énfasis: “Una cultura milenaria se desintegra. Ya no hay columnas ni pilares, ni cimientos…, se han venido abajo… El sentido del mundo ha desaparecido.”

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Es en la literatura de propaganda que produjo el bando nacional-católico, con su virulencia fascista y su morboso detallismo sádico, el verdadero hecho iconoclasta que se produce en la guerra y revolución de 1936. Los fenómenos de destrucción de imágenes y enseres religiosos, la quema y ocupación de edificios sacros, incluso la búsqueda, detención y asesinatos de sacerdotes y monjas responden a distintas motivaciones políticas y policiales, muchas de ellas, la mayoría, punibles y reprobables, pero que, en esencia, no introducen modificación alguna en el campo de lo sagrado. La escritura de propaganda sí, y en grado máximo, hasta el punto que dejo de ser recomendada en la actividad pública de la propia Iglesia española.

 

Antes de los versos había leído algunas frases programáticas: con este tipo de poemas fonéticos se renuncia de forma global a la lengua arruinada y corrompida por el periodismo. Se retrocede a la alquimia interior de la palabra, se renuncia también incluso a la palabra y se preserva así a la poesía su último espacio más sagrado. Se renuncia a hacer poesía de segunda mano, a adoptar palabras (por no hablar de frases) que no se acaban de inventar, flamantes, para uso propio. Ya no se desea alcanzar el efecto poético con medios que al fin y al cabo no son más que el reflejo de intuiciones de ideas ofrecidas furtivamente y ricas en ingenio, no en imágenes.

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Es sin duda alguna una de las mayores colecciones de arte suntuario y ornamental que posee la Archidiócesis hispalense y vamos a analizar seguidamente sus singularidades, especialmente atendiendo a lo nuevo y lo viejo, lo que se ha recuperado y las irreparables pérdidas. Sin duda las dos piezas capitales de la orfebrería de la iglesia que nos ocupa, son la gran Custodia procesional y el magnífico altar de plata para la exposición del Santísimo Sacramento. En primer lugar, el altar de plata podría parangonarse por su valor artístico con el desgraciadamente perdido de la Parroquia de Santa Ana, de Sevilla. El frontal tiene en el centro un bajorrelieve de plata dorada que representa a San Miguel. A los lados había dos ángeles de plata en actitud de adorar al Santísimo. Más tarde, en 1791, se construyen dos grandes repisas de plata con adornos dorados, sobre las que se colocan dos estatuas algo mayor que el natural de los Arzobispos San Leandro y San Isidoro, de madera chapada de plata. Fueron hechas estas estatuas por D. Manuel Azcona, platero cordobés, en 1806 la de San Leandro y en 1813 la de San Isidoro. De esta suntuosa obra de orfebrería hay que lamentar la pérdida de la escultura de San Leandro y diversos accesorios de los frontales del altar. San Isidoro está muy deteriorado. En segundo lugar, la Custodia, es un ejemplar perfecto y acabado de la orfebrería sevillana del siglo XVIII. Era la más alta Custodia procesional de España. Albergaba en forma de templete, un Viril de la primera mitad del XVIII, también de plata cincelada. También presentaba las figuras de cuatro Doctores de la Iglesia y las de los cuatro Evangelistas. Toda esta distribución de la Custodia estaba ligada por una concepción general inspirada en modelos en los que la rocalla era un elemento de expresión característico. En el centro cobijaba la esculturita de la Inmaculada. Esta pieza interesantísima de nuestra orfebrería, ha sido destruida totalmente por el fuego.

 

Aquí es donde nuestra crítica hace años que se ha frenado, como contra un muro de ladrillos, y no sabemos qué hacer con ese poder extraño, y a veces violento, una vez que ha sido así identificado (y, debe notarse, ha sido identificado mucho antes de nuestra generación presente, posestructuralista, por ejemplo en el concepto de Durkheim del “hecho social” y en la conceptualización de Marx del valor y por tanto del capital mismo). La “arbitrariedad del signo” está constantemente situada entre las alternativas del esencialismo y de la anarquía y depende de ellas, y es por eso que podemos leer a un dadaísta como Ball de las dos maneras. Su representación ritual del obispo mágico, ahora una leyenda del dadá, apuntaba a un retorno a los orígenes, usando, entre otras cosas, un sombrero de chamán y alas de ángeles, y él relata (en sus memorias, póngase atención al significado del título; Vuelo fuera del tiempo.) la culminación dramática de su intento de romper la frase construida lógicamente. Retrocedió y se integró dentro de la Iglesia y luego rompió con el dadá, para reencontrarse con la infatuación de su infancia: la Iglesia de Roma. Al reflexionar sobre la causa por la cual este fracaso dadá se ha convertido en un mito tan poderoso (pues existen todos los motivos parar dudar de su veracidad, menos como mito), podemos señalar no sólo la atracción de la desesperación trágica sino también la manera en que se utiliza la madre divina para sostener la imagen del hombre muerto en vuelo, no fuera del tiempo, sino de vuelta al comienzo del tiempo.

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Fueron hechas estas estatuas por D. Manuel Azcona, platero cordobés, suntuosa obra de orfebrería la de San Isidoro.

 

La posterior conversión al catolicismo de Hugo Ball, que nos anunció una obra maestra: “Crítica de la inteligencia alemana”.