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Notes on Sculpture

22 de febrero de 1939. Apuntes para una cheka. Declaración de Alfonso Laurencic [1]. Ante el Consejo de Guerra. Barcelona. 1939. Convento Sanjuanista  de la calle Zaragoza. Celda vacía, (Carboneras), 1938. Una de las celdas de castigo, 1937. Celdas psicotécnicas, 1938. Ministerio de Gobernación. Apéndice I al dictamen de la Comisión sobre ilegitimidad de poderes actuantes en 18 de julio de 1936. Editora Nacional. Barcelona. 1939. Fotografía del estudio Hermes.

 

11 de febrero de 1966. Notes on Sculpture. Texto de Robert Morris [2]. Edita ArtForum International Magazine, Nueva York, 1966. Notas sobre la escultura 1961-1966. Sin Título, (Box for standing), 1961. Pine Portal, 1961. Box with the sound of its Own Making, 1961. Galería Leo Castelli y New York’s Judson Memorial Theater. Reproducimos la traducción de Alberto Cardín para, Trama, Revista de pintura nº 1 y 2, Barcelona, 1977. Fotografía cortesía de Peter Moore.

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Esta es una de las celdas de la checa de la calle Zaragoza de Barcelona. El detenido no podía estar tumbado ni de pie, con dos pies juntos. La celda era inundada por una corriente de aire helado, glacial, mientras el preso estaba obligado a permanecer desnudo. Parte de las chekas de Barcelona y sus cámaras de tormento fueron diseñadas por un yugoslavo, Alfonso Laurencic, que, detenido posteriormente, confesó, ante el horror del mundo civilizado, los detalles más mínimos de los procedimientos utilizados.

 

Una de las condiciones de conocimiento de un objeto es la que proporciona la sensación de la fuerza gravitacional actuando sobre él en su espacio actual. Esto es, un espacio, con tres, y no con dos coordenadas. El suelo y no la pared es el soporte necesario para el máximo de manifestaciones del objeto. Una objeción más al relieve es la limitación del número de visiones posibles que la pared impone, junto con la constante de arriba, abajo, izquierda, derecha. Estos procedimientos fueron desarrollados por Bob Morris en Notes on Sculpture, publicados en 1966, y difundidos por ArtForum para todo el mundo.

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Desde allí se trasladan todos los señores presentes al Convento de Sanjuanistas, de la calle Zaragoza, donde parece estaba instalada la Delegación del SIM en Cataluña y en cuyo local se advierte que en el patio hay 60 celdas de reciente construcción, unipersonales, para incomunicados. En la que fue iglesia, un departamento construido ad hoc como para situar una silla o artefacto eléctrico con su correspondiente instalación, una especie de sala destinada para actos y en dos pequeños subterráneos diversas celdas muy húmedas, de escasa capacidad, con depósitos para agua que se destilaba al interior, produciendo humedad en la pared y el piso, algunas de ellas con una especie de lechos estriados y en el suelo ladrillos de canto que imposibilitaban todo descanso.

 

En 1960 se muda de San Francisco a Nueva York comenzando a construir sus primeras esculturas reducidas. En 1964 ningún otro artista de Nueva York hacia obras de una simplicidad tan aplastante como las piezas en madera terciada de Morris. Su objetivo manifiesto fue eliminar todas las relaciones internas innecesarias de la escultura y trasladar el centro de atención al espacio y a los espectadores. Al contemplar sus obras, el propio acto de percepción se vuelve reflexivo. Tan simples como posibles, las estructuras de Morris cambian su apariencia dependiendo de la perspectiva del público y su situación en el espacio de la galería. A diferencia de la mayoría de sus colegas de movimiento no se limitó a seguir una única dirección, sino que exploró diferentes posibilidades, y trabajo simultáneamente con diversos medios. Debido a sus orígenes como actor y bailarín muchos de sus trabajos tratan de una forma u otra el proceso de hacer y percibir.

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La “carbonera” de reducidísimas dimensiones, era un artefacto espacial de tortura con un lecho de cemento cuya superficie superior, receptora sensorial del cuerpo, estaba surcada por estrías tan cortantes que a los pocos momentos el cuerpo allí recostado era una llaga viva. A estas consideraciones estáticas seguían otras dinámicas. Mientras un metrónomo desempeñaba su función de tortura “psicotécnica” con su tic-tac incesante.

 

Es cierto que la introducción del cuerpo por parte de Merleau-Ponty en la aprehensión de las coordenadas espacio-temporales y de los estímulos sensoriales coincide con la voluntad de Morris por cuestionar la percepción puramente mental del espacio en el modernismo. Pero otra influencia fuerte le viene a Morris del teatro y la danza y a nadie escapa la impronta duchampiana en obras tempranas como la I-Box de 1962.

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En los primeros tiempos las chekas del S.I.M. eran celdas rudimentarias, sucias, húmedas, frías, con escasa ventilación. El régimen de torturas era no menos rutinario. Consistía en duchas frías o muy calientes, en flagelaciones con látigo de caucho, en simulacros de fusilamiento o en introducir astillas de madera entre uña y carne a los detenidos. Los consejeros soviéticos innovaron científicamente estos procedimientos. Las celdas de nueva construcción eran muy reducidas y estaban pavimentadas con ladrillos desnudos puestos de canto. Los detenidos permanecían de pie en estas celdas, que estaban permanentemente iluminadas con potente luz roja… al fondo el ruido constante del metrónomo. Los interrogatorios tenían lugar en salas artísticamente decoradas, y las preguntas eran pausadas o atropelladas, hechas con autoridad o con sarcástica ironía. Tan estudiados contrastes producían un desplomo moral y físico en la víctima.

 

Tienen que establecerse distinciones más claras entre la naturaleza esencialmente táctil de la escultura y las sensibilidades ópticas implicadas en la pintura. Tatlin [3] fue quizá el primero en liberar la escultura de la representación y establecerla como una forma autónoma tanto por el tipo de imagen, o mejor no-imagen, que empleó como por su uso literal de los materiales. Él, Rodchenko [4] y otros constructivistas rusos refutaron la observación de Apollinaire [5] consistente en que “una estructura se convierte en arquitectura y no en escultura cuando sus elementos ya no resultan justificables por su naturaleza”. Al menos los primeros trabajos de Tatlin no hacían referencias ni a la figura humana ni a la arquitectura. En años posteriores, Gabo [6], y en menor medida Pevsner [7], -con interesantes experimentos cinéticos y lumínicos- perpetuaron el ideal constructivista de una escultura no imaginista independiente de la arquitectura y de la figura humana.

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Defensor: Dentro de la construcción de técnica de esas celdas, ¿tuvo usted buen cuidado de aminorar los efectos de crueldad?

 

Procesado: En efecto, esa era mi intención.

 

Defensor: ¿Usted cambio el emplazamiento de determinados dibujos que había en una celda de castigo con la intención de que no se vieran?

 

Procesado: Claro, por eso puse el dibujo a la espalda y no enfrente.

 

Bob Morris: ¿Por qué no lo hizo mayor, de forma que pudiera sobresalir por encima del observador?

 

Tony Smith [8]: No estaba haciendo un monumento.

 

Bob Morris: Entonces, ¿por qué no lo hizo más pequeño, de forma que el observador pudiera contemplarlo desde arriba?

 

Tony Smith: No estaba haciendo un objeto.

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Las celdas estaban pensadas en relación al tamaño de un cuerpo humano. La impresión debía ser, primero la de un espacio muy pequeño, que se ajustara completamente al cuerpo. Una vez dentro, el cuerpo debía ser considerado como la verdadera prisión, para desesperación del propio prisionero. Los suelos inclinados, los asientos inclinados, las camas inclinadas y las paredes curvas debieran dar esa sensación cambiante del espacio. Lo importante era la relación del prisionero con el espacio: primero grande y después pequeño. El cambio de relación grande y pequeño es lo que provoca el pánico a ser encerrado. La habitación de la celda debe de pensarse siempre no como un contenedor de prisioneros sino, más bien, como un objeto de castigo del prisionero. En los internamientos largos el preso adquiere cierta familiaridad con su celda, diríamos que lo considera su cosa más íntima, incluso se siente a salvo allí dentro. Esa relación debería cambiar con el ajuste proporcionado del tamaño de la prisión.

 

En la percepción del tamaño relativo, el cuerpo humano entra en el continuo total de tamaños y se establece como una constante en esa escala. Uno sabe de inmediato que objetos son mayores o menores que uno mismo. Es obvio pero importante tomar conciencia de que las cosas menores que nosotros se ven de modo diferente que las mayores. El rasgo de la intimidad se atribuye a un objeto en proporción directa a la disminución de su tamaño en relación con uno mismo. El carácter público que se le atribuye es proporcional al aumento de tamaño en relación con uno mismo. Esto es válido siempre que se contemple en su totalidad una cosa grande, no una parte de la misma. Los rasgos público y privado se imponen sobre las cosas. Esto se debe a nuestra experiencia en el contacto con objetos que se alejan de la constante de nuestro propio tamaño, incrementando o reduciendo sus dimensiones.

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Dice que cuando se empezó a hablar de celdas psicotécnicas, fue aceptada la construcción de cuatro, reservándose la construcción de más hasta ver si daban resultado. La altura del techo de estás celdas era de dos metros, 2’50 metros de largo y 1’50 de ancho. La forma rectangular  de 1’50 m. por 2’50 m. se halla quebrada en un rincón por una curva que forma la pared, cuya finalidad psicotécnica debía de ser la de romper la monotonía acostumbrada de otras celdas. El interior de cada una de las cuatro celdas se hallaba repartido así: una, superficie, que debía servir de camastro, hecho de obra, de 1’50 de largo por 0’60 de ancho, adosada a la pared, con una inclinación lateral de un 20 por 100. La finalidad a conseguir por estas dimensiones era: obligar al preso a encoger las piernas, visto que con metro y medio la cama era demasiado corta; con 60 centímetros de ancho le salía el coxis o las rodillas, de un lado, mientras que en el lado opuesto, o sea la pared, el solo tocar en ella debía iniciar el movimiento de resbalo facilitado por la pendiente de 20 por 100 de la superficie del lecho. Si bien se podía uno aguantar cierto tiempo en esta posición, mientras conservaba la más absoluta inamovilidad, es comprensible que un durmiente, al menor movimiento involuntario, debía resbalar, teniendo así que permanecer en una semi somnolencia interrumpida por el continuo despertar. Este defecto técnico no fue previsto al ser construidos los camastros demasiado bajos, aproximadamente a 0’35 ó 0’40 metros del suelo. En la calle Zaragoza se subió la altura del camastro, ajustada al tamaño del cuerpo, y se doto a la superficie del camastro de incisiones que acabaran rasgando el cuerpo del detenido. No le quedaba entonces al recluso más que estarse de pie o abandonarse a su distracción preferida: ir y venir, caminando por misma diagonal, a través de la celda. Este movimiento -que llega por su monotonía a adquirir para todos los presos una especie de dopo o de momentáneo letargo del pensamiento, y que servía para abreviar las horas del recluso- debía  ser cortado de raíz por la colocación de obstáculos en el suelo que impidiesen esa distracción. Con la colocación de ladrillos puestos de canto, en todo el suelo, el recluso no podía hacer sino contemplar las cuatro paredes, y entonces debían intervenir los efectos psicotécnicas.

 

Mientras que el tamaño específico es una condición que estructura la respuesta del observador en términos de mayor o menor carácter público o íntimo, los objetos enormes de tipo monumental provocan una respuesta más específica de tamaño qua. Es decir, que además de proporcionar las condiciones para una serie de respuestas, los objetos de gran tamaño exhiben el tamaño como elemento específico. En la percepción consciente del tamaño en los monumentos la que constituye la cualidad de la “escala”. La conciencia de la escala en función de la comparación que se establece entre la constante, el tamaño del propio cuerpo, y el objeto. El espacio comprendido entre el sujeto y el objeto queda implicado en esta comparación. En este sentido, hay que decir que el espacio no existe para los objetos íntimos. Los objetos de gran tamaño incluyen mayor espacio en torno suyo que los de pequeño tamaño. Es literalmente necesario mantener la distancia con relación a los objetos de gran tamaño para poder hacer entrar la totalidad del objeto en el propio campo de visión. Cuanto más pequeño es el objeto más se aproxima uno a él, requiriendo, por tanto, un campo espacial menor para ser observado. Es esta distancia necesariamente grande del objeto en el espacio en relación a nuestro cuerpo, para poder ser contemplado, la que estructura el modo público o no personal. No obstante, precisamente esta distancia entre sujeto y objeto es la que crea una situación de amplia extensión, en la que la participación física se hace necesaria. Del mismo modo que no se excluye el espacio literal en los objetos de gran tamaño, tampoco se excluye la luz existente. Los objetos de escala monumental, así pues, incluyen más términos necesarios para su aprehensión que los objetos más pequeños que el cuerpo humano, a saber, el espacio literal en que existen y las exigencias cinestésicas del propio cuerpo.

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Al abrir la puerta la luz nos invitaba a escrutar el interior. Parecía uno de esos teatros alucinantes que se mostraban en los museos de la inquisición. Apenas unas formas geométricas eran invadidas por el juego de nuestras luces dejaban trasparentar el dolor de la que había sido, hasta hace bien poco, una estancia de terror. La forma simple y algo truculenta del interior nos invitaba a imaginar escenografías góticas, por lo que su diseño debiera ser trabajo de un artista de teatro o, acaso, de un decorador. Cuando supimos que las más avanzadas técnicas de las escuelas europeas de arte geométrico y diseño industrial estaban al servicio de este monstruoso engendro, la cámara de tortura de la calle Zaragoza, entendimos mucho más claramente que significan los Pirineos. Efectivamente, de allende procede el húngaro Laurencic, avezado doctor en ciencias matemáticas, escultor del terror y arquitecto sabio de la represión. Por más que la levedad de nuestra cámara parezca mostrarnos el ambiente gótico de una barraca de feria debemos saber que nada menos, las más avanzadas ciencias y artes europeos, estaban siendo puestas al servicio de nuestros enemigos.

 

Se alza el telón. En el centro de la escena se erige una columna de madera contrachapada gris, dos metros y medio de altura y setenta centímetros de ancho. Sobre la escena no hay nada más. Durante tres minutos y medio nada sucede; nadie entra ni sale de escena. De repente la columna se abate. Pasan otros tres minutos y medio. Telón. El autor y ejecutante de esta performance, en 1961, fue el escultor Robert Morris. Aunque la columna había sido concebida para un decorado expresamente teatral, visualmente en poco se diferenciaba de las obras que Morris presentaría más adelante como esculturas en galerías y museos. Pero para ciertos críticos lo que Morris conservó en sus obras posteriores no sólo fue la monolítica sencillez de la columna, sino también toda una serie de componentes teatrales implícitos; según ellos, sus enormes e implacables formas no dejaron de poseer una presencia escénica análoga a la de la columna. Sus obras posteriores no se encerraron en un espacio estético distinto del espectador, sino que, por el contrario, dependían claramente de una situación en la que el observador de la obra se constituye como público.

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El objetivo último de estas técnicas trataba de reducir a sus prisioneros a la mera condición de objetos inanimados, muñecos susceptibles de ser utilizados a capricho por oscuros intereses políticos. Cuando se encarga, a un técnico extranjero, el yugoeslavo Alfonso Laurencinc, el diseño de estos dispositivos de castigo se hace con la intención de reducir la condición humana de los prisioneros, rebajar su figura antropomórfica y devolverlos a la condición de objetos muebles más fáciles de transportar, de repartir incluso de eliminar. Esa y no otra es la razón del triunfo de la forma geométrica, racionalista según se quiere. Lo humano, formas orgánicas difícilmente disimulables por la acción de la barbarie que ni tan siquiera respeta a los muertos, debe ser transfigurado en simple forma hueca, madera y cartón. Me dirán, ¿cómo la cruz sustituye al Cristo? Solamente que donde literalmente se encuentra la verdad, la forma de la cruz, obtenemos ahora una mentira, si, figuración de paso si se quiere, teatro de la pasión en el mejor de los casos. No es casualidad que se le diera al perverso Alfonso Laurencinc la oportunidad de trabajar profanando nuestras iglesias. Sabemos que la crueldad de los hombres es infinita pero, en esta ocasión, se les quería dar un escenario adecuado a la farsa, un teatro donde no sólo representaran sino que también profanaran. No es casualidad que sean templos del señor los que acogen esta demostración de odio por parte de los nuevos sayones. Los conventos de Barcelona y Valencia donde se han aplicado estas bárbaras prácticas de tortura buscaban la escenografía eclesiástica que ellos se habían figurado ¿no queman nuestras iglesias adjurando de la justicia que impartió en ellas la Santa Inquisición? Sus fantasiosas especulaciones han acabado por convertirse en teatro. Un teatro cruel e innecesario del que son máxima expresión las escenografías tenebrosas de Alfonso Laurencinc.

 

Terminará por diagnosticar en ellas lo que la descripción Rosalind Krauss de las esculturas de Robert Morris ya manifestaba claramente, cuando hablaba del “tamaño” de los objetos en forma de “L”, de “sus brazos”, de su posición “de pie” o “recostadas sobre un lado”: a saber, la naturaleza fundamentalmente antropomórfica de todos estos objetos. A partir de allí, para Michael Fried [9] se tratará de conjugar los temas de la presencia y el antropomorfismo bajo la autoridad de la palabra teatro, palabra poco clara en cuanto concepto (más impuesto que puesto en el texto) pero excesivamente clara, si no excesivamente violenta, en cuanto calificación despreciativa: “La respuesta que querría proponer es la siguiente: la adhesión literalista a la objetualidad no es, de hecho, más que un pretexto para un nuevo género de teatro, y el teatro es ahora la negación del arte. El éxito mismo o la supervivencia de las expresiones artísticas dependen cada vez más de su capacidad para hacer fracasar el teatro. Las expresiones artísticas degeneran en la medida en que se convierten en teatro.” Y terminaba así, con un tono de espanto ante la universalidad de los poderes infernales de la perversión hecha teatro: “De todas maneras, en estas últimas líneas quisiera llamar la atención sobre la dominación absoluta de la sensibilidad o el modo de existencia que califiqué de corrompido o pervertido por el teatro. Todos somos, durante toda nuestra vida o casi, literalistas”. Hay en estos pasajes algo así como una reminiscencia involuntaria de los grandes moralistas antiguos, violentos y excesivos, esos moralismos de anatemas esencialmente religiosos y derribadores –quiero decir derribadores de ídolos, pero también víctimas de su propio sistema de violencia, y en calidad de tales siempre derribados por ellos mismos, contradictorios y paradójicos-.