TESAURO

CRONOLOGÍA

ARCHIVO F.X.

MÁQUINA P.H.

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Objeto soberano

8 de abril de 1932. Miembros de la joven Hermandad de Santa Lucia con los restos calcinados de su Santa Titular. La cabeza calcinado de la Virgen aparece rodeada por un grupo de hermanos y creyentes. Sevilla, Los atentados del fanatismo rojo. Julio Romano. Se pierden cuadros y esculturas de mucho valor artístico. Edita Mundo Gráfico. 1932. Archivo Hiniesta. Foto Serrano y Sánchez del Pando.

 

19 de abril de 1967. Antiguos miembros del Colegio de Sociología Sagrada acompañan a Georges Bataille qué porta el objeto. En la presentación del libro La part maudite en la Biblioteca Nacional de Francia. La parte maldita precedida de la noción de consumo. Georges Bataille. La superabundancia de la energía bioquímica y el crecimiento. Les Editions de Minuit. París. Foto Cartier Bresson.

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Apenas se ha señalado la condición sexual de los acusados del incendio. Su característica homosexualidad es pasada por alto por los cronistas como si fuese algo habitual. La Pinocha, La Narda o La Bizca, son apodos de la crónica negra que apuntan a un trasfondo social más complejo que la mera reivindicación política. Quizás fue un exceso de amor no correspondido el que les llevó al atentado. Tan conocida es la incomodidad que causan los afeminados a las Hermandades procesionales como el incondicional amor que los gais profesan por las imágenes devocionales.

 

Sin embargo en las fisuras de la relación amorosa el sacrificio aparece como un fenómeno que renuncia a su representación para dar lugar a su materialización; la muerte entonces deviene como la manifestación de la continuidad del ser frente al individuo. El erotismo constituye un gasto en el que el objeto venerado se pierde, ya sea en alguna de sus partes o completamente, a causa del sacrificio: “En cualquier caso, el objeto sagrado es siempre destruido. Pero entonces, ¿cómo explicar, dentro de la lógica económica actual, que el objeto de veneración sea aquél que se sacrifica?”

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La vieja Hermandad de Santa Lucía no llegó nunca a lucir en la calle. Pareciera condenada como su titular. No habría ojos para verla. Nada de lucimientos. Condenada a estar apagada en Sevilla, ¡puede haber mayor castigo! Perseguida por los ateos franceses, desamortizada por las dos Repúblicas, refugiada una y otra vez en casas amigas –San Julián, San Marcos y San Román– hasta que el fuego acabara con sus más valiosos relicarios: los preciosos ojos de Santa Lucía.

 

El objeto soberano prescinde de la necesidad de ser visible. De ser visto. Es un punto ciego. No necesita de la mirada de los otros para estar. Es un objeto que está en el mundo como una roca o como un árbol si acaso. No importa su fabricación. Apercibirlo es un acto poético pero el preexiste. Lo que inaugura la obra de arte moderna según Bataille, según Lacan o según Blanchot no es la ceguera si no la falta de necesidad de los ojos. Es algo que ya explicaba la imaginería católica de Santa Lucía.

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La Dolorosa de la Hiniesta también pereció recuperándose sólo su estructura de candelero y perdiéndose para siempre sus maravillosas facciones atribuidas a primeros artistas como Montañés o Alonso Cano. La Hermandad de la Hiniesta perdió, así mismo, casi todos sus enseres procesionales a excepción del manto azul, guardados en un almacén anexo a la fábrica de la iglesia. También la imagen de la Titular de Santa Lucía, y el plato que adornaba con sus dos ojos. Del retablo mayor y todo el contenido del ábside y presbiterio no se salvó prácticamente nada como podemos ver en nuestras fotografías. Sólo los apliques laterales de hierro forjado que sostenían lámparas votivas de plata persisten hoy día. Desde el primer momento se sospechó que el incendio no había sido fortuito. El párroco, y el sacristán aseguraron haber apagado las lámparas de aceite y las velas y desconectado el circuito eléctrico como hacían cada noche. La presencia de varios puntos de fuego distantes entre sí, la inutilización de las bocas de riego y el encontrarse el alumbrado público de la zona esa noche apagado apuntaban inequívocamente en esa dirección. Pese a ello la versión oficial fue siempre la del suceso fortuito. A los pocos días del incendio fue detenido un homosexual conocido como “La Narda” que se auto inculpó inicialmente del mismo para luego desdecirse ante el juez. Gracias a la perseverancia del periodista tradicionalista Domingo Tejera de Quesada y a la casualidad de un cruce de líneas telefónicas en julio de 1932 se detuvo a los dos presuntos autores materiales de los hechos: Rafael García Aguilar, alias “La Pinocha” y Antonio Lagares conocido como “La Bizca”, que habían sido detenidos en otras ocasiones como conocidos activistas, por intentos de incendios en otros templos.

 

Se trata de la desaparición del objeto sagrado por el sacrificio donde el sujeto, al parecer, acude puntual a su experiencia interior en busca de su soberanía. El soberano se vislumbra como aquél que se inclina hacia el gasto sin límites, hacia el derroche y la pérdida; mientras que el amo se encuentra del lado de la racionalidad, la acumulación y el ahorro. La soberanía se sitúa fuera de la utilidad de la economía general y por consiguiente del futuro al que hace referencia el proyecto; más bien sigue el presente, lugar “donde se agota toda posibilidad del cálculo hecho sobre el mañana”. No olvidemos que “El verdadero problema de la ‘economía general’ no consiste, pues, en averiguar cómo podemos producir más, sino cómo queremos dilapidar el excedente, cómo queremos gastarlo, pues cabe hacerlo de una manera festiva o bélica, pacífica o violenta, gozosa o terrible. El tumulto de las fiestas lo mismo que el de las guerras, tenía un eficaz poder, análogo al de un corazón que late. Ponía al hombre y a cada uno de sus actos –incluso el más humilde– a la altura del Universo”. Lo anterior, contrariamente a lo que sucede con las sociedades capitalistas, adquiere un status social glorificado y honorable: entre más riqueza acumula un hombre, más despreciable se vuelve a los ojos de la sociedad. El amo que se encuentra del lado de la acumulación de capital y bienes está sujeto a estrategias de ahorro que tarde o temprano será reintroducido a la circulación de las mercancías; mientras que el esclavo gasta, derrocha y demanda lo inútil: [...] aquella que se vuelve la forma más grande de gasto social cuando es asumida y desplegada, esta vez por parte de los obreros, con una amplitud que amenaza la existencia misma de los amos. La lucha de clases sólo tiene un final posible: la perdición de quienes han trabajado para que se pierda la naturaleza humana.”

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Una y otra vez las imágenes fueron destruidas y reconstruidas. De la Hiniesta se hicieron tres figuras distintas, de la talla gótica y de la imagen barroca y todas perecieron en el fuego. Hasta la propia imagen carbonizada volvería a arder. La Inmaculada Concepción que salvaran los de Santa Lucía también acabó desapareciendo. Pero bien, es verdad, que aún tenemos todas esas mismas imágenes y si no tienen el mismo valor artístico, la devoción les acompaña con el mayor de los fervores. Lo que es ya mártir es la cosa. El martirio de las cosas lo llamó el obispo Montero.

 

No hay un proceso propiamente de destrucción. La obra de arte permanece en el tiempo y ese anacronismo, la imposibilidad de ser apreciada tal y como se hacía en la época de su aparición, es lo que reduce su materialidad a nada. Permanece como imagen, aún a pesar de su destrucción. Es más, no hay obra de arte en la actualidad –desde las mutilaciones arqueológicas de la Venus de Milo hasta la historia policial de la Gioconda– que para su prestigio no deje de sumar una biografía tormentosa. A eso Bataille lo denomina biología, a pesar de tratarse de objetos inertes, de cosas.

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Santa Lucía forma parte del grupo de iglesias construidas en la primera mitad del siglo XIV. En 1724 se celebró en la iglesia el Cabildo General de la Hermandad de la Amargura, por esas mismas fechas se construyó el altar de la Hermandad de los Panaderos, obra de José de Medinilla. En 1810, durante la invasión francesa la Hermandad de la Trinidad traslada, de forma provisional, sus imágenes titulares a la parroquia de Santa Lucía, por haber ocupado los franceses la Iglesia en que residían. El 2 de febrero de 1846 fue bautizada en esta iglesia Santa Ángela de la Cruz. Esta secularizada desde siglo XIX, durante la segunda época de la desamortización, en 1868 la Junta Revolucionaria cierra al culto Santa Lucía alegando que Sevilla tenía demasiadas parroquias y fue vendida a propietarios particulares. En esta Iglesia estaba ubicada la Virgen de la Salud, que posteriormente recibiría culto en el convento fundado por Santa Ángela de la Cruz. En este mismo convento también se encuentra la pila bautismal, donde fue bautizada la santa sevillana. En el retablo mayor existía un lienzo del martirio de Santa Lucía, atribuido durante un tiempo a Juan de Roelas y del que se sabe que su autor fue Francisco Varela que lo pintó entre 1635 y 1640, fue trasladado a la Iglesia de San Sebastián, también destacaba una escultura de una Inmaculada Concepción, obra de Alonso Cano que se trasladó a la cercana parroquia de San Julián. Fue del poco patrimonio que se salvó tras el incendio de 1932.

 

Un organismo, al ingerir alimento, obtiene más energía de la que necesita para realizar sus funciones vitales. Esa parte de más, ese excedente, es usado en el crecimiento y en el gasto improductivo. Entonces, la cantidad de energía correspondiente a la masa corporal de un ser vivo consiste en esa parte del excedente que queda después de consumir la energía en su actividad vital (su funcionamiento interno y las conductas alimentarias) y en su actividad improductiva; dicha parte es utilizada, en principio, para su propio crecimiento. El problema de los seres vivos individuales es que el crecimiento no puede ser ilimitado, siempre encuentra un techo, un límite interno o genético. Una vez alcanzado ese techo, ese límite al crecimiento individual, el excedente energético ha de ser dilapidado, destruido, donado, en dos palabras: “gastado inútilmente”. En efecto, un ejemplo que pone Bataille es el de un ternero que alcanza el límite del crecimiento y, por lo tanto, la madurez sexual en éste, su nuevo estadio ontogenético, el excedente de energía que no puede ser gastado en el crecimiento, puesto que ha llegado al límite, es dedicado a la producción de hormonas sexuales, células reproductoras y conducta sexual; en la hembra fecundada, además, dicho excedente se dedica a la gestación (gratuita) de un nuevo ser, todo un lujo para el individuo, que supone, sin embargo, el crecimiento de la especie: «la reproducción significa, en cierto sentido, un paso del crecimiento individual al crecimiento del grupo».

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Entre el material desaparecido se encontraban los enseres Reales, regalos que la Monarquía había realizado a la Hermandad, seguramente por su ascendente de Patrona municipal. En algunos casos se trataba, tan sólo, de pesos de oro y plata con que se había contribuido a los enseres y adornos, nada sustancioso. Era una práctica habitual de la Realeza no mostrar sus preferencias por las distintas imágenes veneradas y hacían estas ofrendas en forma de capital o metales preciosos. Esto demuestra, también, un cambio de régimen que transita desde la aristocracia hasta una burguesía hacendosa. La perdida de poder representativo que esto significaba (por ejemplo, entre los años 20 y 30, la representación oficial de la Monarquía en la Hermandad quedó vacante) se tradujo en un aumento del oropel y la suntuosidad. Es decir, mientras menor era la presencia institucional y personal de los representantes Reales en la cofradía mayor eran las ofrendas y adornos para la imagen venerada. Todo esto ha desaparecido con el incendio.

 

Se trata de ver como existe una relación entre el gasto y el vacío de poder. Escribimos de “ver” puesto que se trata de una constatación material, no sólo de una deducción teórica o estadística. Cuando el poder no existe o se encuentra descabezado, es entonces que se desarrolla por todo el cuerpo social un aumento de los gastos suntuarios, fiestas y despilfarros varios. Esta relación hay que tenerla en cuenta en tanto tiene un carácter reversible. Si hacemos la observación al revés podemos deducir que de los excesos decorativos y gastos improductivos de nuestras sociedades pueda entenderse una falta real de poder o un poder vacío. Todo el poder, después del fin de las grandes guerras mundiales, ha quedado vaciado. ¿Se significa con esto la llamada, recientemente, Sociedad de Consumo? ¿Hay un poder real donde impera la crueldad totalitaria, tan austera, y está vaciado el poder donde los excesos sociales se disparan en tasas de corrupción y consumo desconocidos hasta el momento? El bienestar está en relación con la soberanía.

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Todas estas maravillas desparecieron en el citado incendio así como desaparecieron numerosos objetos de culto de orfebrería. Algunos de ellos que se recuperaron en 1932 entre los escombros, desparecieron definitivamente en el incendio y saqueo de la iglesia de San Marcos en la noche del 18 de julio de 1936. Como muestra de ellos mostramos un bonito cáliz de cristal de roca y plata del XVI, una singular crismera de plata dorada de principios del XVII, lamentablemente destruida, Por último exhibimos un banco tallado del último cuarto del siglo XVIII en el que junto a símbolos eucarísticos observamos los atributos de Santa Lucía (los ojos en una bandeja) y que procedía de la desaparecida iglesia del mismo nombre, desalojada tras la desamortización. Quizás fuera mejor así o quizás no. El esplendor de nuestra actual orfebrería y de otras actividades artesanales relacionadas con las estaciones procesionales parte, sin duda, de tan luctuosos sucesos. Seguramente habrá sido la providencia del Señor.

 

¿Y qué puede hacer el que lee el poema, llamémoslo crítico, si no poner en crisis también el acceso y la recuperación que rodean al instante soberano? ¿Buscar acaso su propia pérdida en la variedad infinita de textos acumulados como bienes para la lectura? Quizá para la crítica sólo en la máxima variación de los objetos pueda vislumbrarse lo que le resulta inaccesible, la soberanía, el saber de nada. Nosotros, serviciales y poco soberanos, podríamos entonces reconocer a un crítico por su disposición constante a perder los objetos adquiridos. El gasto también es el fin último en ese caso: la destrucción o el abandono de todo lo que parecía transmisible (como saber) para ponerse en juego y recibir entonces de la suerte una experiencia arbitraria, a fin de cuentas inutilizable. Buscar el acceso a lo arbitrario sin poder instalarse nunca allí sería la miseria de la crítica. Pero es igualmente, por la búsqueda misma, y en esto como la poesía, una promesa de libertad, es decir, de soberanía.

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La madrugada del viernes 8 de Abril de 1932, concretamente entre la una y las dos de la madrugada comenzó un voraz incendio que destruiría por completo el patrimonio mueble del templo parroquial del señor San Julián y dejó el inmueble seriamente dañado, desapareciendo sus techos y artesonados, quedando tan solo los muros y pilares. Poco después de las doce de la madrugada un grupo de turistas acompañados por vecinos de Sevilla estuvieron visitando la plaza de San Julián y su entorno, concretamente la cruz de forja del antiguo cementerio de la parroquia, que se encontraba en la pared de las dependencias de la Sala Capitular de la Hermandad y de la casa del sacristán de la parroquia, que son anexas al templo. Comentaron estos turistas la poca seguridad y abandono en que se encontraba esta artística cruz, además de advertir la escasa iluminación de los alrededores del templo con farolas apagadas. Cerca de la una de la madrugada abandonaron la zona sin apreciar nada extraño. Este testimonio se reafirma con el que dio un vecino del barrio que vivía en una casa frente a la iglesia y que llegó a su casa acompañado de su esposa poco después de las doce de la noche, sin haber visto nada anormal, salvo las luces de las farolas del templo que estaban apagadas, cosa que le extrañó porque nunca estaban así. Se dispuso a cenar en una habitación cuya ventana da a las puertas del templo y poco después de la una se vio sorprendido por el incendio. La primera persona que advierte el fuego es el joven Teodoro García Moreno, que venía andando por la calle Duque Cornejo y al salir a la plaza de San Julián ve las llamas, ante lo cual comienza a dar voces de auxilio, golpea en la puerta de la casa número 10 de la Plaza de Moravia, desde donde se avisa telefónicamente al servicio de bomberos y finalmente acude al puesto de la Guardia Civil en la Macarena, al frente del cual estaba el sargento José Rebollo. Antes de las dos de la madrugada se encontraba todo el dispositivo de seguridad desplegado, así la Guardia Civil se encarga de contener a los vecinos y curiosos y los bomberos que llegaron con una gran celeridad, tirando abajo la puerta principal y la de la plaza de Moravia para intentar aplacar la fuerza de las llamas. A la llegada del cuerpo de bomberos al lugar del siniestro se encontró con que las bocas de riego más cercanas a la iglesia, se encontraban obstruidas con piedras, por lo que en un principio tuvieron que utilizar unas que estaban más alejadas. El sacristán se despertó violentamente tras oír la llamada de la campanilla, pensando en un principio que era alguien que necesitaba recibir los sacramentos, aunque pronto se da cuenta de la catástrofe que se produce en el templo, disponiéndose primeramente a salvar a su esposa y tres hijos, que dormían profundamente y llevándolos apresuradamente al Asilo de San Cayetano. Regresó a la iglesia intentando entrar pero ya en estos primeros momentos del fuego era imposible por su voracidad y gran cantidad de humo, por lo que va a la sacristía y se dedica a salvar los vasos sagrados y ornamentos de culto, llevándolos a San Cayetano. Las voces de los vecinos despiertan y advierten sobre el suceso al señor cura párroco, don Ismael Delgado Rasco, que vivía en la calle Juzgado, nº5. A la llegada al templo, el párroco se dispuso a salvar el archivo parroquial y el manto de la Virgen de la Hiniesta, que se guardaban en la Sala de la Sacramental, encima de la sacristía. Como hemos referido anteriormente la Hermandad perdió la mayor parte de su patrimonio, así fueron pasto de las llamas las imágenes titulares, la Virgen de la Hiniesta dolorosa, la imagen gloriosa y el Santísimo Cristo de la Buena Muerte que remataba el magnífico altar mayor de San Julián. Estas dos últimas imágenes eran propiedad del marqués de la Granja. Se llevaron al patio del cercano convento de San Cayetano los restos carbonizados de las imágenes y allí fueron examinadas por los miembros de la Junta de Gobierno. Por lo que respecta a los pasos, se perdieron las dos parihuelas, el techo de palio y el canasto del paso de Cristo, así como algunas insignias, y enseres de culto interno como alfombras, candeleros, jarras y dalmáticas. De la iglesia no se salvó ningún altar, todos quedaron destruidos y tan sólo se pudo rescatar el archivo parroquial, algunos ornamentos de culto y algunas lámparas de plata del altar mayor que no estaban colocadas. También se salvó de la destrucción la pila bautismal y las vidrieras de los tres ventanales circulares de la fachada principal. Los enseres que la Hermandad guardaba en la Sala de la Sacramental pudieron recuperarse y restaurarse, así las bambalinas, el manto, algunas insignias, como el senatus, las bocinas, etc, los respiraderos del palio y sus faldones y los respiraderos del paso de Cristo quedaron a salvo. La única imagen que se pudo recuperar de la iglesia, como se citó anteriormente, fue la Inmaculada Concepción que presidía la capilla sacramental. La Hermandad por otra parte tenía un seguro de accidentes, aunque el mismo cubría un porcentaje muy pequeño del patrimonio, estando exentas las imágenes titulares.

 

“Soberanía designa el movimiento de violencia libre e interiormente desgarradora que anima la totalidad, se resuelve en lágrimas, en éxtasis y en estallidos de risa y revela lo imposible en el éxtasis, la risa o las lágrimas. Pero lo imposible así revelado no es ya una posición deslizante, es la soberana conciencia de sí que, precisamente, ya no se aparta de sí”. Risa a carcajadas de Bataille. Por una astucia de la vida, es decir, de la razón, la vida, pues, se mantiene en vida. Un concepto diferente de vida se había introducido subrepticiamente en el lugar, para permanecer ahí, para no ser excedido ahí en ningún momento, como tampoco lo es la razón (pues, dirá El erotismo, «por definición, el exceso está fuera de la razón»). Esta vida no es la vida natural, la existencia biológica puesta en juego en el señorío, sino una vida esencial que se suelda a la primera, la retiene, la hace actuar en la constitución de la consciencia de sí, de la verdad y del sentido. Tal es la verdad de la vida. Mediante ese recurso a la Aufhebung que la puesta en juego conserva, ésta se mantiene como dominadora del juego, lo limita, lo trabaja dándole forma y sentido (Die Arbeit… bildet), esta economía de la vida se restringe a la conservación, a la circulación y a la reproducción tanto de sí como del sentido; desde ese momento todo aquello a lo que se refiere el nombre del señorío se hunde en la comedia. La independencia de la consciencia de sí se convierte en risible en el momento en que se libera al ser avasallada, en el momento en que entra en trabajo, es decir, en dialéctica. Únicamente la risa excede la dialéctica y al dialéctico: sólo estalla a partir de la renuncia absoluta al sentido, a partir del riesgo absoluto de la muerte, a partir de lo que Hegel llama negatividad abstracta. Negatividad que jamás ha tenido lugar, que jamás se presenta, porque si lo hiciera reanudaría el trabajo. Risa que literalmente no aparece jamás puesto que excede la fenomenalidad en general, la posibilidad absoluta del sentido. Y la misma palabra «risa» debe leerse en el estallar la carcajada, también en el estallido de su núcleo de sentido hacia el sistema de la operación soberana («embriaguez, efusión erótica, efusión del sacrificio, efusión poética, conducta heroica, cólera, absurdo», etc., cf. Método de meditación). Esta carcajada de risa hace brillar, sin mostrarla no obstante, sobre todo sin expresarla, la diferencia entre el señorío y la soberanía. Ésta, como vamos a verificar, es más o menos que el señorío, más o menos libre que éste, por ejemplo, y lo que decimos de ese predicado de libertad puede hacerse extensivo a todos los rasgos del señorío. Como es, a la vez, más y menos un señorío que el señorío, la soberanía es completamente diferente. Bataille separa su operación de la dialéctica. La sustrae al horizonte del sentido y del saber. Hasta tal punto que a pesar de sus rasgos de semejanza con el señorío, no es ya una figura en el encadenamiento de la fenomenología. Pareciéndose a una figura, rasgo por rasgo, es la alteración absoluta de aquélla. Diferencia que no se produciría si la analogía se limitase a tal o cual rasgo abstracto. La soberanía, lo absoluto de la puesta en juego, lejos de ser una negatividad abstracta, debe hacer aparecer lo serio del sentido como una abstracción inscrita en el juego. La risa, que constituye la soberanía en su relación con la muerte, no es, como se ha podido decir,[ix] una negatividad. Y se ríe de sí, una risa «mayor» se ríe de una risa «menor», pues la operación soberana tiene necesidad también de la vida -la que suelda las dos vidas- para relacionarse consigo en el goce de sí. Así pues, debe, de una cierta manera, simular el riesgo absoluto y reírse de ese simulacro. En la comedia que se representa así, la carcajada de risa es ese «apenas nada» en donde se hunde absolutamente el sentido. Con esa risa, la «filosofía» que «es un trabajo»[x] no puede hacer nada, no puede decir nada siendo así que ella habría debido «referirse en primer lugar a la risa» (ibíd.). Justo por eso la risa está ausente del sistema hegeliano; y ni siquiera lo está a la manera de un aspecto negativo o abstracto. «En el “sistema”, poesía, risa, éxtasis no son nada. Hegel se desembaraza de ellos a toda prisa: no conoce otro fin que el saber. A mis ojos, su inmensa fatiga está ligada al horror de la tarea ciega, Bataille tiene que decirlo, claro está, tiene que fingir decirlo en el logos hegeliano: “Hablaré más adelante de las diferencias profundas entre el hombre del sacrificio, que actúa en la ignorancia (la inconsciencia) de los pormenores de lo que hace, y el Sabio (Hegel) que se vuelve hacia las implicaciones de un Saber absoluto a sus propios ojos. A pesar de esas diferencias, se trata siempre de manifestar lo Negativo (y siempre, bajo una forma concreta, es decir, en el seno de la Totalidad, cuyos elementos constitutivos son inseparables). La manifestación privilegiada de la Negatividad es la muerte, pero en verdad la muerte no revela nada. En principio es su ser natural, animal, lo que la muerte le revela al Hombre a sí mismo, pero la revelación no tiene lugar jamás. Pues una vez muerto, el ser animal que lo soporta, el ser humano mismo ha cesado de ser. Para que al fin y al cabo el hombre se revele a sí mismo tendría que morir, pero tendría que hacerlo viviendo – viéndose cesar de ser. En otros términos, la muerte misma tendría que hacerse consciencia (de sí), en el momento mismo en que ella anula al ser consciente. En un sentido, es eso lo que ha tenido lugar (lo que al menos está a punto de tener lugar, o que tiene lugar de una manera fugitiva, inaprehensible), por medio de un subterfugio. En el sacrificio, el sacrificador se identifica con el animal herido de muerte. Así, muere viéndose morir, e incluso, de alguna manera, por su propia voluntad, de corazón, con el arma del sacrificio. Pero ¡eso es una comedia! Al menos sería una comedia si hubiese algún otro método que le revelase al ser vivo la invasión de la muerte: este acabamiento del ser finito que, él solo, lleva a cabo, y que sólo él puede llevar a cabo su Negatividad, que lo mata, lo termina, y definitivamente lo suprime… Así, sería necesario a cualquier precio, que el hombre viva en el momento en que muere verdaderamente, o que viva con la impresión de morir verdaderamente. Esta dificultad anuncia la necesidad del espectáculo o, en general, de la representación, sin la repetición de los cuales podríamos, frente a la muerte, quedar extraños, ignorantes, como en apariencia lo están las bestias. Nada, efectivamente, es menos animal que la ficción, más o menos alejada de lo real, de la muerte”.